Dolores Aleixandre
Lo pensé mientras veía a la cápsula Fénix deslizarse hacia las entrañas de la tierra para rescatar a los 33 mineros chilenos: vaya parábola para entender un poco mejor lo que celebramos en Navidad y para acercarnos a Belén, además de con la consabida ovejita y el tarrito de miel, con la pregunta de si dan razón por ahí de un tal “Jesús el descendente”.
El tema del ascenso/descenso es determinante para entender este mundo de feria en que vivimos,
subiendo o bajando como caballitos de tiovivo: sube el Tea Party, baja Obama; sube Tomás, baja Trini, vuelve a subir Trini; suben los dividendos de los bancos, bajan las pensiones; suben los parados, la factura de la luz y la previsión de gastos de la JMJ; bajan las partidas para proyectos de desarrollo y las posibilidades de papeles para inmigrantes. Y en medio de este sube y baja y con tanta gente empujando y dando pisotones con tal de ascender, alguien calladamente decide bajar y señala como dirección de su GPS vital: “lugares de abajo”. Censado en lugares tan poco emergentes como Belén o Nazaret, conociendo de primera mano lo que es vivir “abajo” y “fuera”, incardinado entre aquellos que ni entonces ni ahora tienen sitio en las posadas del mundo, encabezando su lista de contactos con los nombres de unos curritos que cuidaban ovejas por cuenta ajena; colando de paso junto a ellos a todos los que siguen yendo por la vida sin currículum, sin master y sin Erasmus, porque a los 16 años ya estaban subidos a una patera o fregando portales.
Empeñado de mayor en bajar a buscar a la gente más hundida, en hacer saltar por los aires las sentencias que los aplastaban (“está leproso”, “es una pecadora”, “es ciego de nacimiento”, “está muerta”, “ya huele mal”…), para auparlos hacia la vida con la autoridad de su palabra: “queda limpio”, “vete en paz”, “recobra la vista”, “está dormida”, “¡sal fuera!”.
Estamos avisados: una de las consecuencias de asomarnos a ver al niño Jesús, tan tierno y calladito en su pesebre, es que la visita puede dejarnos irremediablemente registrados en el colectivo de “Afectados por el Descendente” y sin más manual de instrucciones para el descenso que su Evangelio. Si nos animamos a seguir paso a paso sus indicaciones, podríamos empezar por nosotros mismos y arriesgarnos a bajar al agujero negro de nuestros errores, fracasos y fangos varios: nos llevaremos la sorpresa de descubrir que Otro los ha visitado antes que nosotros y los ha iluminado con su presencia. Y ya que estamos por esos bajos fondos, podemos aprovechar para desalojar al yo “trepa/okupa” que se esconde en nuestro sótano con su lista de pretensiones. Es increíble la cantidad de espacio que libera cuando se retira y la de nombres que empiezan a cabernos dentro, aparte del alivio de bajarnos del escalón del personaje y ser sencillamente lo que de verdad somos.
Paso segundo: negarnos a calificar una situación de definitivamente bloqueada, una herida de incurable o una brecha de irremediable, porque estaríamos entonces negando al Descendente su poder de sanar y transfigurar cualquier realidad.
Paso tercero: habitantes de una superficie en la que sólo se valora a los que ascienden y que se ha hecho experta en ignorar y ocultar los “lugares de abajo”, discurrir en que “Fénix” podemos montarnos para bajar al encuentro de los sepultados por tanto derrumbamiento.
No bajamos solos: delante de nosotros va el Experto en rescates, el que descendió a los infiernos, el Primer nacido de entre los muertos. En él, el Eterno ha entrado en el tiempo, el Inmenso se ha hecho pequeño, el Altísimo se ha abajado, el Silencioso se ha vuelto Palabra. No será difícil encontrarle: según sales de Belén, dejas atrás la posada, sigues en dirección Sur, llegas a un descampado donde suele haber rebaños y pastores y cerca hay una cueva donde se guardan animales en invierno. Al entrar, encontrarás un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. No tiene pérdida.
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