ANUNCIO 1

“Zuen aurretik joango da Galileara; han ikusiko duzue" "Él va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis"

viernes, 26 de octubre de 2007

A Dios no hay que moverle: es Él quien nos mueve


Selección de textos del libro "Fin del cristianismo premoderno",

de Andrés Torres Queiruga, Sal terrae, Santander 2000.


Necesitamos darle una vuelta completa al modo de concebir la relación de Dios con nosotros.

No es verdad que "Dios está en el cielo y tú en la tierra". Al contrario, Dios está siempre aquí entre nosotros. Está como iniciativa absoluta, siempre en acto. Hombre y mujer son, ante todo, íntima y radical pasividad. El movimiento fundamental, infalible y que no falla, es siempre el que va de Dios al hombre.

En la vivencia común y concreta, en el modo de predicar, rezar o celebrar la liturgia, e incluso en el modo de hacer teología, todo procede como si nosotros, los humanos, fuésemos los activos y los preocupados, los que tenemos que conquistar la salvación. Conquistarla ante un Dios "en el cielo", que teóricamente nos ama, pero que en la efectividad vivencial está más bien pasivo hasta que logramos moverle con nuestras súplicas, conquistarle con nuestras obras y sacrificios.

Es evidente que se impone una inversión radical. Dios no tiene que venir al mundo porque ya está siempre en su raíz más honda y originaria; no tiene que intervenir porque su acción es la que lo está sustentando y pro-moviendo todo; no acude e interviene cuando se le llama porque es Él quien desde siempre está convocando y solicitando nuestra colaboración.

Esto lleva a una ruptura de todo dualismo natural-sobrenatural, e incluso sagrado-profano. Puesto que todo viene de Dios, todo puede y debe ser vivido como acogida y afirmación de su acción creadora.

Desde un Dios que crea por amor, no tiene sentido pensar que el mal pueda venir -en cualquier modo que sea- de Él; sólo puede ser visto justamente como lo que se opone al dinamismo amoroso de su acción creadora. se opone no como impotencia de Dios, sino como límite de la criatura que, al ser finita, "no da más de sí"; es decir, resulta necesariamente carencial y, por lo mismo, deficiente y conflictiva.

Debe evitarse toda expresión que implique la imagen de un Dios que "estando fuera" entra con su acción en el mundo y que, previamente "pasivo", es movido por nuestros ritos u oraciones. El lenguaje habrá de esforzarse por traer a primer plano la absoluta iniciativa divina, que convierte en respuesta toda aparente iniciativa humana: Dios es quien ha suscitado ya la oración cuando ésta sube a nuestros labios (Rom 8,26); y ha promovido ya nuestra acción cuando empezamos a hacer algo (Jn 15,5). Contra todas las apariencias no somos nosotros quienes, llevando el peso originario del trabajo, solicitamos que Dios, hasta entonces quieto, se decida a ayudarnos: es Él quien, amor eternamente en acto, "trabajando siempre" desde la creación del mundo (Jn 5,17) nos convoca a nosotros -resistentes y pasivos aun en nuestras horas mejores- para que colaboremos en su obra.

Pedirle algo a Dios equivale a invertir todo el movimiento, situando la iniciativa del lado humano y la pasividad del lado divino. Objetivamente nuestro lenguaje de petición está alimentando, a saber, a) que Dios podría ayudar, pero -por los motivos que sea- no quiere; b) que, en el supuesto de que la petición haya sido "eficaz", quiere sólo algunas veces, ayuda a unos sí y a otros no. El resultado es en ambos casos funesto.

El mismo Jesús, sin embargo, practica y recomienda la oración de petición. Pero la intención directa y primordial no es la de exhortar a la "petición perseverante" sino a la confianza absoluta.

El regatear con Dios, el tratar de ganar su favor a cambio de algo, el buscar "intercesores", tiene una presencia masiva en la mayor parte de las oraciones.

A medida que madura la vida espiritual de una persona, las fórmulas de petición van disminuyendo de manera espontánea para dar paso a otras más positivas como la adoración, la alabanza, la acción de gracias, la expresión de la confianza, la apertura en el deseo y la acogida.

El cambio de lenguaje se expresa en el diálogo con un niño que aparece en una obra del escritor brasileño Pedro Bloch:

- ¿Rezas a Dios, pequeño?

- Sí, cada noche.

- ¿Y qué le pides?

- Nada. Le pregunto si puedo ayudarle en algo.

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