Publicado en ECLESALIA , 3/12/07
Entre el otoño del año 27 y la primavera del 28 aparece en el horizonte religioso de Palestina un profeta original e independiente que provoca un fuerte impacto en el pueblo. Su nombre es Juan. Las primeras generaciones lo vieron siempre como el hombre que preparó el camino a Jesús.
Hay algo nuevo y sorprendente en este profeta. No predica en Jerusalén como Isaías y otros profetas: vive apartado de la elite del templo. Tampoco es un profeta de la corte: se mueve lejos del palacio de Antipas. De él se dice que es «una voz que grita en el desierto», un lugar que no puede ser fácilmente controlado por ningún poder.
No llegan hasta el desierto los decretos de Roma ni las órdenes de Antipas. No se escucha allí el bullicio del templo. Tampoco se oyen las discusiones de los maestros de la ley. En cambio, se puede escuchar a Dios en el silencio y la soledad. Es el mejor lugar para iniciar la conversión a Dios preparando el camino a Jesús.
Éste es precisamente el mensaje de Juan: «Convertíos»: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos». Este «camino del Señor» no son las calzadas romanas por donde se mueven las legiones de Tiberio. Estos «senderos» no son los caminos que llevan al templo. Hay que abrir caminos nuevos al Dios que llega con Jesús.
Esto es lo primero que necesitamos también hoy: convertirnos a Dios, volver a Jesús, abrirle caminos en el mundo y en la Iglesia. No se trata de un «aggiornamento» ni de una adaptación al momento actual. Es mucho más. Es poner a la Iglesia entera en estado de conversión.
Probablemente se necesitará mucho tiempo para poner la compasión en el centro del cristianismo. No será fácil pasar de una «religión de autoridad» a una «religión de llamada». Pasarán años hasta que en las comunidades cristianas aprendamos a vivir para el reino de Dios y su justicia. Se necesitarán cambios profundos para poner a los pobres en el centro de nuestra religión.
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